Nuestra libertad en el Estado colombiano
- Johan Andrés Paloma
- 2 nov 2024
- 2 Min. de lectura
Los Estados liberales, y particularmente el que voy a tratar, el de la política colombiana, suelen ser Estados sin libertad. Estados asesinos de la misma. La libertad bien entendida, como se sabía en el pasado, estaba escrita en el frontispicio de la vida con espiritual e imperecedera roca. La libertad, no el libertinaje, tenía la misión de guiar a los hombres a destinos eternos, destinos marcados, como principio metafísico, en las almas de los hombres. En el Estado colombiano encontramos todo lo contrario, la libertad no vive bajo un palacio construido sobre pétrea roca, algo semejante a lo que hallamos en el Evangelio de San Mateo, sino que es presa de una bastilla donde su basa se colocó sobre arena. Aquí la libertad ha sido arrojada a la última celda de las simas, pero su antagónica, la libertad negativa, ha sido entronizada como un nuevo ídolo. La libertad negativa es voluble, cambia si cambia la opinión pública, es incierta y traicionera. El maestro César Rincón se preguntaba el porqué antes lo recibían las instituciones con los brazos abiertos y ahora lo ignoran, por un asunto simple: para el Estado liberal la libertad de los hombres se mueve al son de la danza de los resultados aritméticos de las urnas o la opinión. Ya no existe un bien o un mal. Menos alguna verdad eterna como lo es la de la primacía de los hombres sobre los animales. José Antonio Primo de Rivera aseguraba que en los Estados actuales la libertad sólo existe para las mayorías. Las minorías deben sufrir y callar. Según él, los tiranos medievales podían oprimir materialmente a sus súbditos, pero sobre dichos impíos habían letras de oro que señalaban el mal cometido y le daban la razón a los doloridos. Hoy no, para el Estado liberal colombiano la ley, voluntad de las mayorías, «tiene siempre razón»; todo sin importar si es injusta o si guarda atrocidades en su contenido. Todo aquel que se levante y rechace enérgicamente una ley por injusta, es excluido, vilipendiado; es mejor que no hable, para que no desaparezca más rápido. La incertidumbre estatal con respecto a lo que es bueno, y su ceguera con respecto a las letras de oro sobre nosotros, hace que la voz del oprimido, sea taurino o gallero, sea católico o de principios imperativos firmes, se ahogue en el estruendo de las masas.
Nada más cierto.
Nos creemos DIOCES.
Esta sinverguenceria de hoy quieren imponer su ignorancia por el "SER HUMANO", esto es lo que somos.
Quieren crear un nuevo mundo, desconociendo que hace miles de años fuimos creados. Nunca, nunca lo lograrán; el bien siempre se impondrá y nosotros pasaremos a la eternidad por ser auténticos, originales y AMAR nuestros ideales.